Pero ya se sabía que cargas eléctricas del mismo tipo se repelen, entonces, ¿cómo se
explicaba la estabilidad del núcleo atómico? Rutherford postuló la existencia de otro
tipo de partícula nuclear, el neutrón. Restaba otra dificultad: dado que cargas eléctricas de
distinto tipo se atraen, ¿por qué los electrones (con carga eléctrica negativa) no se caían
sobre el núcleo (con carga eléctrica positiva)? En 1913, Niels Bohr propone un modelo
atómico, que amplía el de Rutherford y presenta una forma de explicar la dificultad
mencionada. El modelo atómico de Bohr acepta la idea del núcleo y los electrones
moviéndose a su alrededor. La idea nueva que postula es que esos electrones no pueden
viajar por cualquier trayectoria, sino solamente por determinas órbitas. Un electrón
que se mueve en una de estas órbitas posee determinada energía, se mantiene
estable, no pierde ni gana energía y no “se cae” en el núcleo. Si el electrón recibe
energía (por ejemplo cuando se calientan los átomos) pasa a una órbita más alejada
del núcleo. Lo opuesto ocurre si emite o pierde energía.
Este modelo fue toda una innovación que sacudió al mundo científico, pero muy pronto
necesitó ser mejorado para dar cuenta de la avalancha de resultados experimentales
e ideas teóricas que aparecieron durante las primeras décadas del siglo XX. Einstein, De Broglie, Heisenberg, Schrödinger, Born, son los apellidos de algunos de los científicos que hicieron
enormes aportes para el conocimiento del mundo atómico. El modelo atómico
continuó siendo perfeccionado, tanto en lo referente a la composición del núcleo
como sobre la distribución de los electrones a su alrededor.
La principal modificación en este último sentido, que surge en el llamado modelo atómico cuántico consistió en que se abandonó la idea de órbita, es decir, la posibilidad de conocer la trayectoria de un electrón en un átomo y se comenzó a hablar de la energía asociada a cada electrón y de capas o niveles electrónicos, grupos de electrones con energía similar.
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